¡Lunas tan grandes! ¡Lunas tan bellas!
¡Qué bonitas se ven desde aquí!
¡Lunas tan grandes! ¡Lunas tan bellas!
¿Desde cuándo me observan?
Decía la niña al caminar por la orilla del lago.
Acompañada de su fiel guardiana, una hermosa pantera negra, que la cuida desde
que nació — creada con el poder mágico de su padre y, al que solamente tiene
derecho la familia real —, la niña debía acudir siempre a esa cita todos los
días: Ver nacer a las dos Lunas en el horizonte, para después, acompañarlas en
su largo recorrido hacia el trono del cielo.
Esta cita era un pacto milenario, que debía
realizar la primera hija del rey en turno, generación tras generación: Ella
debía ser símbolo de verdad, justicia y armonía cósmica, como así lo ordenaron ellos desde el origen del tiempo. Por su
parte, las Lunas con luz maternal, guiarían el regreso de la niña al palacio.
— ¡Vamos Sol, vete ya de aquí! ¡No molestes más! —
Reprochaba la niña, porque ese día, el Sol continuaba en el cielo más tiempo de
lo debido.
— Es por tu culpa, Sol, que no puedo verlas
ahorita. ¡Es por tu culpa Sol, que no aparecen a nuestra cita!
La pantera de la niña se distraía con las
luciérnagas que volaban poco a poco por el lugar, desconcertadas por tanta luz
que había. La niña cerraba los puños con recelo, porque el Sol, no permitía que
las Lunas asomaran con timidez su primera ilusión. Mucho menos que las
estrellas aparecieran para ayudarles, en la difícil tarea de colocar el manto
perfecto de la oscuridad.
Ante esta situación, recargándose en su árbol
especial, la niña dejo al Tiempo la tarea de quitar al Sol del cielo. Pasado un
rato, la niña descubrió que el Tiempo no hacía nada y, simplemente guardaba
silencio. La niña no sabía que pensar.
¿Es que acaso, las Lunas se han enojado conmigo?
¿Se habrá roto el pacto? ¿Me han dejado sola?
Los miedos de la niña provocaron que el cielo se
cubriera de nubes, para después llover, ocultando las lágrimas que la niña
derramaba tristemente por su desesperación.
Acurrucada en sí misma, bajo la mirada del cielo. La lluvia cesó, pero el dolor
no. Buscaba respuestas en todas partes y, sin encontrarlas, echó a correr sin
sentido, terminando en el suelo, rendida, sin saber como se había perdido.
De repente, todo se transformó en olvido. La niña
escuchó una voz.
— Disculpa, pero creo que alguien te estaba
buscando.
Ella se levantó fugazmente de su lecho,
sorprendida, vio a su pantera acompañada por otra, pero esta era albina. Y a un
jovencito, con el cabello largo y plateado. Sus ojos azules, reflejaban una
mirada inocente. La piel muy blanca pero no pálida, le daba una apariencia
amable y educada. Iba vestido con ropas desgarradas. Pero, sobresalía
especialmente, el hermoso medallón de oro con forma de estrella, que brillaba y
llevaba colgado.
— ¿Quién eres? — Ella preguntó.
— Dejé mi barca en el muelle, hoy no hubo mucho
que pescar. Sin darme cuenta, se me hizo tarde. Pasaba por aquí rumbo a mi
casa, que se encuentra del otro lado del lago. Encontré a tu pantera perdida en
medio de la lluvia, me ha dicho que estaba preocupada por ti.
— ¿Pero, quién eres? — Insistió.
Extrañamente, la pantera negra de la niña no se
apartaba del jovencito. De hecho, era cariñosa con él, algo que no acostumbraba
hacer con extraños, mucho menos comunicarse con ellos. Más incomprensible aún,
entrelazaba su cola con la de la pantera albina.
Además, los seres guardianes mágicos solo estaban
reservados para la familia real... Y a ellos...
La niña ya había visto algunas veces al jovencito
sobre la barca, desde lo lejos, en el lago pescando. Y también notado que
cuando él desaparecía, las Lunas se descubrían.
— Me llamo Aker —, le contestó —. ¿Y tú?
Silencio. Simplemente se ven a los ojos.
— Yo soy Maat —. Ella replicó.
— ¡¿Eres la hija del Rey?! — El joven tímido susurró.
— Sí, pero no tengas miedo.
— Nunca te había visto, solamente escuchado
historias, en el pueblo...
— Pero yo a ti, sí —. Ella comentó.
Sonrisas. El viento se lleva lentamente a las
nubes, mientras una sensación nace en el corazón de la niña. Es algo que nunca
antes había sentido, nuevo, que ella respira.
— Debo irme. Tengo que llevar la pesca a casa.
— ¡NO! — Ella grita tomando de la mano al
jovencito que ya partía.
El cielo se ha despejado. El Sol se dirige hacia
el horizonte. La oscuridad empieza a conquistarlo todo rápidamente. Maat y Aker
se acercan, se miran, exploran sus ojos y cierran sus heridas. Sus manos son
fuentes de caricias compartidas. Entre los brazos de cada uno, el fuego los
domina.
Maat se aparta y quita las finas ropas que cubren
su cuerpo. Desnuda, le muestra su alma, que brilla cálidamente sobre sus
pequeños y temblorosos pechos. Aker cierra los ojos. El medallón se ilumina.
Con el torso partido, él deja escapar un pequeño quejido.
El medallón, ha desaparecido.
Los dos se acercan, y sin pedirlo, se dan un beso
enloquecido. El Sol ya esta escondido y las Lunas, aún no han aparecido. La
tarde es ahora, quien ha nacido.
El beso ha terminado y con un nuevo suspiro, del
cuello de la niña es el medallón, quien ahora ha relucido.
Caminan tomados de la mano. Las Lunas gobiernan el
cielo y con cada deseo que desde este lugar ellos han pedido, una nueva
estrella aparece, con la ilusión titilante de un futuro compartido:
Stern.
Esta noche se han separado. Ella ha prometido
acompañarlo a pescar siempre, no sin antes, darse un nuevo beso, para que el
alba pueda nacer.
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